EDITORIALES



Gabriel García Márquez: un cultor de la lengua absuelta.
 (Por el Lic. Lucas Scavino)


El Humanismo y el Siglo de Oro españoles nos han legado una imagen del destino del ser humano bifurcada. Por un lado, la del hombre de guerra, conquistador, defensor de su tierra, obediente al rey, valiente con la espada. Por otro, la figura del escritor, hombre de las artes, de los libres pensamientos, de la imaginación. El tópico de las armas y las letras, de la espada y la pluma quedó configurado como una opción que, en muchos casos fue excluyente, aunque en otros confluyó de manera literal. Manrique, Cervantes Saavedra, Lord Byron, por mencionar tan solo algunos ejemplos, hicieron de sus plumas y de sus espadas un símbolo de la libertad, de lucha, de ideales que, equivocados o no, definieron subjetividades con alto grado de compromiso y de convicción.
Gabriel García Márquez supo conjugar ambas instancias en sus letras: de hecho, su escritura ha sido un arma que sirvió para desmantelar una serie de procedimientos literarios gastados y eurocéntricos que venían dominando de manera casi excluyente en nuestras tierras americanas, y, al mismo tiempo, ha promovido una nueva manera de ver el mundo. Un arma sin violencia, sin sangre, sin muerte. Un arma que solo el hombre puede empuñar: la de la palabra; pero no cualquier palabra, sino la del hombre libre y comprometido.
Vida y obra de García Márquez corren paralelas: su compromiso político y social no se tematiza de manera explícita en sus obras, ni se cristaliza en ciegas militancias panfletarias. Jamás ha subordinado su literatura a convicciones partidarias y propagandísticas. Ha sabido escapar a los juegos del poder, sin olvidar que aquello que llamamos poder es temporal y transitorio. Por eso sus obras perdurarán: porque escapan a las contingencias de un determinado tiempo y lugar. Macondo es, fue y será una ciudad tan posible como imaginaria, y no se reducirá a una metáfora de tal o cual comarca.
El compromiso social de García Márquez fue más allá de su literatura, o más acá, si se quiere. Márquez ha sabido mantener una gran coherencia en lo que se refiere a su concepción de la lengua y la libertad de decir. En muchas ocasiones ha priorizado el sentir popular y cotidiano por sobre la norma académica, y eso ha sido una constante en su literatura. Nada más loable que pensar lo que se dice y decir lo que se piensa. Esa práctica reaccionaria ha servido para liberar su escritura de tabúes y poses propios de autores afectados y subordinados a modas literarias o a mecenazgos políticos.
Tal vez sería más correcto y esperable que recordásemos aquí sus obras, sus personajes, sus temas, pero hemos preferido un recorrido más específico y menos edulcorado. Los datos son algo que todos podemos encontrar en cualquier página de internet, aun en las menos autorizadas. Hemos preferido recordar su particular concepción y uso de la lengua, porque hablar una lengua sin fronteras es el acto de mayor libertad que pueden realizar un hombre o un pueblo. La obra de Márquez se incardina en un proyecto latinoamericano dialógico, de hermandad lingüística, de democracia escrituraria, de liberación de las ataduras de una lengua opresora y desgastada. Ha sabido recuperar lo real en lo maravilloso y lo maravilloso en lo real. Poco importan los nombres cuando nada hay debajo de ellos. Poco importa hablar de realismo mágico, de real maravilloso o de realismo a secas si no se comprende aquello a lo que se está haciendo referencia. García Márquez ha sabido sobrevivir a la crítica y a los críticos. Y eso es tan maravilloso como real.
Su muerte nos abre a la reflexión, nos propone un desafío y una invitación. Si la muerte de García Márquez no nos hace pensar en qué hemos perdido, entonces sería mejor evitar el tratamiento de este tema tan solo por compromiso. Preguntémonos qué lugar ocupa hoy su literatura en nuestras vidas, en nuestra visión de Latinoamérica, en nuestros Planes de Estudio, en nuestras clases de Literatura. Solo así podremos poner en perspectiva su incalculable valor. Su muerte duele, pero no nos sorprende. Y nos duele por todo lo que nos podría haber seguido regalando, a juzgar por lo que ya nos ha regalado. Sin embargo, si del dolor no se aprende, ¿de qué sirve recordar la memoria de alguien a quien solo hemos conocido como un nombre propio en diarios, en boca de otros o en tapas de libros jamás frecuentados?
Márquez nos convoca a su lectura, a acercarnos a su obra, a dialogar con sus personajes, a frecuentar un nuevo mundo que no va a desaparecer por una simple razón: porque es producto de un cultor libre de la lengua, que se ha expresado sin buscar guiños ni asentimientos. Sus letras seguirán siendo un arma: contra el pensamiento único, contra el agotamiento de la imaginación, contra el tedio de la voz gastada, contra los corsés lingüísticos impuestos de manera chabacana. Seguirán siendo un arma liberadora que nos invita a repensar nuestro lugar como latinoamericanos, como argentinos, como seres humanos reflexivos hermanados por una lengua con la que Márquez ha hecho una labor de orfebre. Pero no de orfebre pagado por el poder de turno, sino de artesano libre, movido por convicciones propias.
Cuando en 1997, en el Congreso de Zacatecas propuso una Botella al mar para el dios de las palabras, se armó un verdadero revuelo académico. Muchos se quedaron en la superficie de sus afirmaciones y de su supuesta abolición de la ortografía y de las reglas. Voces furibundas no se dejaron esperar ante afirmaciones como: 

Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lágrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
La voz de Márquez fue un verdadero dardo que supo dar en el centro de un debate más que vigente. La cuestión no es si debemos respetar o no la ortografía. La cuestión es qué lengua hablamos y con qué criterios expresivos lo hacemos. La invitación no fue a revelarnos de manera adolescente ante las reglas que toda lengua tiene. La invitación fue, y sigue siendo, a hablar nuestra lengua libremente, a entendernos y a respetarnos en la diversidad.
La muerte de Gabriel García Márquez nos provoca, nos invoca, nos convoca. Pero no a homenajes huecos ni a alabanzas condescendientes. Nos invita a hacer de nuestra lengua y de nuestra literatura un trabajo de liberación y de construcción de identidad. Por eso, no hemos tomado el camino de los adioses ni de las despedidas. Hemos tomado el camino de quienes aprenden de un maestro. De un maestro cuyas lecciones siguen vigentes y nos sugieren, con una amabilidad propia de quien sabe y sabe decir, que solo ha muerto quien ha caído en el olvido, y que el olvido jamás alcanzará la voz y la letra de este eterno maestro latinoamericano. Porque su lengua es una lengua libre de ataduras y de normas exógenas. Porque su lengua es una lengua absuelta.