la carrera de las armas a los 11 años y a los 15 ya era un oficial con mando de tropa; pero también un hombre comprometido con su tiempo, enorme lector y fundador de bibliotecas, pintor y concertista de guitarra y padeciente permanente de todas las ingratitudes que se pueden sufrir. Calumniado hasta el extremo, perseguido, ninguneado y exiliado, su aguda mirada del país fue acallada; sus opiniones políticas, ocultadas; su visión del ejército y el rol de las fuerzas armadas en la sociedad civil, censurada. En las escuelas de mi infancia y adolescencia, se enseñaba, con una dosis tóxica de aburrimiento, por un lado, la llamada “historia institucional”, esto es, la sucesión de gobiernos desde la Primera Junta hasta el Directorio, con lo que se definía como “obra de gobierno”, obviamente despejada de todo aspecto económico y social y del más mínimo contexto mundial, y, por el otro, las contemporáneas –e incomprensibles sin su entramado político– campañas de San Martín, de quien se nos quería hacer creer que era “sólo” un militar profesional y, como tal, no se mezclaba en la política. La historia desmiente este concepto absurdo del San Martín apolítico. Las diferencias antagónicas con sus grandes enemigos, Rivadavia y Alvear, no casualmente ídolos sagrados de los autodenominados “liberales” locales, en realidad conservadores autoritarios, fueron disimuladas por los gestores de la historia oficial del mismo cúneo ideológico, ninguneadas hasta hacerlas desaparecer, al igual que su correspondencia con caudillos como José Artigas y Estanislao López y la muy frecuente con Rosas. Llama la atención el desconocimiento de la mayoría de sus biógrafos liberales del libelo calumnioso atribuido al rivadaviano Carlos María de Alvear titulado Primera parte de la vida del general San Martín, donde le asigna crímenes y actos de corrupción que nuestro Libertador jamás cometió con el objetivo de desprestigiarlo en Europa cuando comenzaba su exilio. La construcción de un relato histórico broncíneo lo alejó de sus compatriotas, que no podían dejar de verlo como una estatua, como alguien perfecto al que, se sabe, los mortales no podemos imitar. El inolvidable Alfredo Alcón me contaba las angustias que tuvieron que soportar
Por Felipe Pigna.
Director General de la revista "Caras y caretas"